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El filo de mí mismo

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La soledad me desgarra con cuchillas invisibles. Camino dentro de mí mismo como un pasillo interminable sin ventanas. Cada pensamiento es un disparo seco, una bala de odio que yo mismo sostengo, y no falla. El eco de mi nombre se pudre en la garganta, me ahogo en mi reflejo como si el espejo fuera un mar sin fondo. No hay tregua. Sólo el filo constante, la herida que respira y se alimenta de mí.

El Falso Santuario

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Durante años, una criatura mitológica —ni bestia ni ángel— fue encerrada en un santuario de piedra blanca, erigido por deidades que se hacían llamar ayuda . Llevaban túnicas suaves, pronunciaban palabras como cuidado, apoyo, por tu bien... pero sus manos eran cadenas, sus voces eran jaulas, y sus sonrisas, mordazas con olor a incienso. Te protegemos, decían, mientras le arrancaban las escamas una a una, para que dejara de parecerse a sí misma. Te cuidamos, repetían, mientras colocaban barro en sus alas y le prohibían volar. Confiamos en ti, murmuraban, mientras hablaban a sus espaldas con los hombres del exterior. Pero la criatura recordaba algo. Un nombre. Una voz. Una grieta diminuta por donde entraba una luz que no venía del templo, sino de otra parte. De alguien que sí la había visto. Y no había huido. Y fue entonces, una noche sin luna, que la criatura dejó de llorar. Dejó de pedir permiso. Y recordó cómo se hacía el fuego. No gritó. Escupió llamas. Y los...

Desgarro

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No hay consuelo, ni redención, ni paz en esta herida que no pide permiso. Hay fuego. Hay vidrio molido bajando por la garganta. Hay un grito atragantado que no se vuelve palabra porque la rabia lo pudre. Se mató. Y no hay metáfora que me salve de esa frase. Se mató. Y yo no estuve. No supe. No fui más que sombra. Una vida entera sosteniéndolo todo, y cuando el mundo se vino abajo yo miraba hacia otro lado, jugando a que todo estaba bien mientras alguien se deshacía en silencio. Un accidente, un monstruo al volante, un instante robado. Y el mundo siguió, como si eso fuera normal, como si se pudiera vivir después de eso. Pero no. Algunos no pueden. Y lo que queda es rabia, vómito negro que corroe, una culpa sin nombre que se pega a los huesos como alquitrán. Y odio. Odio sin dirección. Odio a dioses mudos. A rostros borrosos. A la ceguera. A mí. No hay redención en esta historia. No hay poema que salve. Solo fuego. Ganas de romperse en mil pedazos...

Sigo aquí

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Pasan meses, estaciones, y yo sigo aquí, perdida. Pasan los años, temporadas, y yo sigo aquí, perdida. Estoy perdida, y llevo así la mar de días. Perdida... Estoy perdida, y sigo estando la mar de herida. Perdida... Días pasando, y aún recuerdo la esencia de esos días. ¿Pena o melancolía? Aún no sé distinguir la noche del día. Y he vuelto a escribir; estás entre estas líneas y no sé de ti. Y he vuelto a escribir; ni viviendo muchas vidas podré olvidarme de ti. Pasan días, tormentas, tempestades... Y yo sigo aquí, perdida. Pasan noches, cielos, lunas... Y yo sigo aquí, perdida. Estoy perdida... Foto: César Augusto @c3saraugus7o

Heridas incurables

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El dolor no es un visitante, es un huésped permanente. Se instala en los huesos, en la piel, en cada resquicio de la mente donde antes había algo parecido a la calma. No pide permiso, no se explica. Solo está ahí, devorando cada intento de respirar sin que el aire queme. Las palabras duelen más que los golpes, porque no se desvanecen con el tiempo. Se clavan, se pudren, se convierten en un eco que nunca deja de repetirse. "No vales nada", "No deberías existir", "Ojalá fueras un error corregible". Se meten bajo las uñas, entre los dientes, hasta que cada intento de hablar sabe a sangre y ceniza. El mundo sigue girando, indiferente, sin mirar a los que se desmoronan en silencio. La gente habla de esperanza como si fuera una moneda de cambio barata, pero para algunos la esperanza es solo otra forma de tortura. Una mentira disfrazada de alivio momentáneo. No hay salida cuando la cárcel está dentro de ti. No hay descanso cuando el enemigo usa tu propia voz. Sol...

Reflejos de una Sombra

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Dentro de mí, no queda piel ni hueso, solo un pantano de sombras y cicatrices donde algo se retuerce, sin rostro, sin nombre. Es una criatura nacida del dolor, alimentada por la oscuridad de otras bestias que alguna vez invadieron mi ser. Estas entidades no llegaron de la nada; se deslizaron en mi vida con la fuerza de un vendaval, ocultas tras máscaras humanas, pero su esencia era más oscura, más primitiva. Me encontraron vulnerable, y dejaron marcas profundas, heridas que no cierran, un eco persistente que aún resuena en mis entrañas. Aquella primera sombra, la más cercana, me observaba desde lo profundo, como si el simple hecho de existir me hiciera merecedor de su furia. Sus ojos eran dos pozos sin fondo, y su presencia lo llenaba todo de frío. Su juicio caía sobre mí como una niebla opresiva, y cada palabra suya era un lazo que se apretaba alrededor de mi cuello. Pero no era un lazo de amor, ni de protección, sino una cuerda que me tiraba hacia la oscuridad, moldeándome, rompiéndo...

Poema a la Luna

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Luna, cuando estás, te miro… Se para el tiempo. Muchas veces sonrío; todo pasa más lento. Luna, cuando no estás, te busco… No te contemplo. Todo está oscuro; yo me desespero. ¿Qué tienes, Luna? De noches oscuras las que no te veo; de noches claras las que menos duermo. Ay, Luna… En esas noches claras nos dan más de la una. Me revuelves entre las sábanas; como tu piel son de claras. Luna… En las noches oscuras no te encuentro en mi cama.  Rodeada de mil penumbras en mis sueños vagas. Y es que, Luna, las noches que te alejas, más quiero de ti; las noches que te acercas, más me pierdo en ti. ¿Qué tienes, Luna? Quiero huir de ti, pero por más que huya siempre, siempre… estarás ahí. No, Luna... No puedes dejar de existir. Por más que te evite, Luna… tengo que enfrentarme a ti. Tú, Luna, sacas mis tesoros. Tú, sin saberlo, afloras en mí mis deseos más ocultos. Contigo, Luna… la noche más oscura es...