Durante años, una criatura mitológica —ni bestia ni ángel— fue encerrada en un santuario de piedra blanca, erigido por deidades que se hacían llamar ayuda . Llevaban túnicas suaves, pronunciaban palabras como cuidado, apoyo, por tu bien... pero sus manos eran cadenas, sus voces eran jaulas, y sus sonrisas, mordazas con olor a incienso. Te protegemos, decían, mientras le arrancaban las escamas una a una, para que dejara de parecerse a sí misma. Te cuidamos, repetían, mientras colocaban barro en sus alas y le prohibían volar. Confiamos en ti, murmuraban, mientras hablaban a sus espaldas con los hombres del exterior. Pero la criatura recordaba algo. Un nombre. Una voz. Una grieta diminuta por donde entraba una luz que no venía del templo, sino de otra parte. De alguien que sí la había visto. Y no había huido. Y fue entonces, una noche sin luna, que la criatura dejó de llorar. Dejó de pedir permiso. Y recordó cómo se hacía el fuego. No gritó. Escupió llamas. Y los...